Uno de los conceptos más idealizados, incluso manoseado, desde el final del siglo XX, hasta inicios del siglo XXI, como receta para todo mal posible, es el de la innovación. Hay que reconocer a Schumpeter (1934), como el insigne fundador del interés por el tema innovación, siempre desde una óptica enfocada al crecimiento económico, y por ende, a la innovación empresarial. Schumpeter destaca a la innovación, principalmente en lo referente a la presentación al mercado de nuevos bienes, a través de mejoras en procesos, y la habilidad para identificar un mercado acogedor, con alto potencial de aceptación (Cilleruelo, 2010). La tecnología, es factor constante en las definiciones de la “innovación”. Como indica Machado en Cilleruelo (2010): “la innovación tecnológica es el acto frecuente repetido de aplicar cambios técnicos nuevos a la empresa, para lograr beneficios mayores, crecimiento, sostenibilidad y competitividad”. El proceso lineal de la innovación, al que se refiere Echeverría (2008), es muy evidente, conforme se ahonda en la evolución del concepto, reconociendo un proceso ordenado en el que repercute I+D+E+M+i (Investigación, Desarrollo, Empresa, Mercado e Innovación), por tanto, la generación de ideas, la creatividad, y la invención se diluyen en el proceso propuesto, y toman su valor, sólo al provocar la aceptación en el mercado, para confirmar un proceso innovador.
Echeverría (2008), basa su observación y análisis, a la concepción de innovación, principalmente al Manual de Oslo, que, desde su versión de 1992, le ha permitido al antes mencionado autor, identificar los principales intereses propuestos, desde este documento, en el que ubica los principales tipos de innovación: la innovación de producto, la innovación de proceso, la innovación de mercados, y la innovación organizativa. Echeverría describe a la innovación social como:
“La innovación social ha de referirse a valores sociales, por ejemplo, el bienestar, la caliad de vida, la inclusión social, la solidaridad, la participación ciudadana, la calidad medioambiental, la atención sanitaria, la eficiencia de los servicios públicos o el nivel educativo de una sociedad”
De por si, la innovación lleva consigo, una capacidad impresionante, para mejorar la calidad de vida de las personas, y desde ellas a la sociedad misma, de tal forma que el crecimiento económico, desencadena una mejora sustancial, en la forma de afrontar los retos individuales. Es un progreso, que se percibe luego de un proceso de tamizado, muchas veces injusto e inequitativo, que jerarquiza sus efectos, bajo el modelo piramidal (Freeman, 1974).
En el caso de la innovación disruptiva, Jorge González en su blog Think & Sell, haciendo un análisis muy conciso, sobre el personaje a quién se le atribuye la introducción del concepto de Innovación disruptiva, el Profesor Clayton Christensen, llega a la definición:
“la innovación que se produce cuando un innovador lanza a un mercado una innovación sencilla, conveniente, accesible y asequible, que transforma por completo una industria y genera otra totalmente nueva a través de una propuesta de valor alternativa bien diferenciada”
Claramente, esta concepción se contrapone a la práctica común de las empresas de éxito, o para decirlo en términos mercadológicos, los que disfrutan de las “vacas lecheras” (matriz BCG), como indica la experta en Marketing Luisan, su enfoque en la rutina de innovación, se encamina, o más bien, se puede encasillar en la innovación evolutiva, en la que se privilegia la seguridad de lo que ha funcionado, por sobre los riesgos del posible descontrol y la incertidumbre del mercado.
Con este antecedente, la Innovación Social Disruptiva, se configura, como una de las herramientas más adecuadas, para generar el cambio social deseado; valorando inclusive las pequeñas iniciativas, que demuestren potencialidad para generar modificaciones, acorde a la cosmovisión particular, de una persona o un colectivo. Proceso posibilitador, de acercamientos a la autorrealización, y a la propia definición de felicidad. Muchas veces la justificación de escasez de recursos materiales, condena, de forma injustificada, a la inacción, y a la resignación, mezquinando el logro de la resiliencia, por el temor al descubrimiento.
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